CRÓNICA PERSONAL

Los APD en la crisis del Beagle
Enrique Cordovez Pérez
Capitán de Navío
Los miembros de la dotación del APD Uribe, principal unidad del Distrito Naval Norte basada en Iquique, nunca sospechamos el importante papel que íbamos a desempeñar en la crisis del Beagle del año 1978. El Uribe era un destructor transporte rápido de la clase Buckley construido para la Armada de los Estados Unidos en 1943 y vendido al gobierno de Chile en 1967 (Wikipedia, 2020).
Las necesidades del servicio siempre han sido impredecibles para quienes hemos tenido el privilegio de haber entregado una etapa de nuestras vidas a la Armada de Chile. La proa del buque apunta siempre a un destino subordinado al mejor interés del país, especialmente en las situaciones de crisis. Así fue como un buque asignado a la protección del litoral norte terminó compartiendo con su gemelo, el APD Serrano, una misión de valor estratégico en Allen Gardiner, un desconocido fondeadero de guerra que se encuentra al sur del Canal Beagle.
Allen Francis Gardiner fue un marino británico que alcanzó el grado de capitán de fragata. Después de la muerte de su esposa se dedicó a realizar misiones como pastor anglicano entre los yámanas o yaganes que habitaban en Tierra de Fuego. La última expedición evangelizadora la llevó a cabo en la isla Picton el año 1851, un lugar inhóspito en el que los indios les despojaron de todo, por lo que debió buscar refugio en Bahía Aguirre, actual península argentina de Mitre, donde los misioneros fallecieron paulatinamente de inanición (Wikipedia, 2020).
La trágica historia de Allen Gardiner hizo que se bautizara con su nombre una bahía ubicada en la costa norte de la península Hardy de la isla Hoste, 6 millas náuticas al SSW del cabo Webley entre las pequeñas bahías Concepción y Navidad. Su entrada se abre entre los islotes Pringle y la punta Yagán, tiene un saco de poco más de 2 millas náuticas de largo por un ancho medio de 6 cables o 0,6 de una milla náutica y su profundidad es de 10 a 20 metros. Es un buen tenedero, abrigado de los vientos dominantes (Wikipedia, 2020).
El fondeadero Allen Gardiner está ubicado en el sector occidental de la Bahía Nassau mientras que las islas del martillo, Picton Lennox y Nueva se hallan en el extremo oriental de la misma. Esta gran bahía abre paso al Mar de Drake entre las islas del Cabo de Hornos, por el Sur, y la Isla Navarino, por el Norte.
Existe un curioso paralelo entre las 140 millas náuticas que separan Allen Gardiner de la isla Picton y los 140 años transcurridos, desde la llegada a Chile del marino en retiro que quiso evangelizar la Patagonia, y la participación de 2 APD en vigilar nuestra soberanía durante la crisis del Beagle el año 1978.
La presencia del Uribe en las tranquilas aguas nortinas se había iniciado el año 1975 después de habérsele instalado un moderno sonar que le permitía operar en acciones de guerra antisubmarina con el Caza Submarinos Papudo, un buque menor construido en Asmar Talcahuano sobre la base de los planos de los buques
de la clase PC-1638 de la marina norteamericana (Base.mforos, 2006). El Papudo tenía un sonar más potente que el Uribe y ambos se complementaban en diversas acciones navales en nuestro mar territorial de la zona norte.
El año 1977 había sido un buen año para quienes tripulábamos el APD Uribe (Teniente 1°, Oficial telecomunicante y jefe del Departamento de Operaciones). Este se había iniciado con la tarea de proveer los medios para construir una pista de aterrizaje en la Isla San Felix. La LST Toro, una barcaza de 4.080 toneladas, formaba parte de la agrupación y transportaba la maquinaria requerida para esta obra de ingeniería a 900 Km de la costa de Caldera. La operación para el desembarco del material fue exitosa, pero, una vez completada esta tarea, súbitamente la barcaza perdió el sustento del ancla de codera, que la mantenía en forma perpendicular a una reducida playa, y terminó golpeándose contra los roqueríos de la costa. El Uribe acudió en su auxilio, le pasó un remolque para mantenerla a flote y se mantuvo sobre las máquinas durante varios días, mientras se hacían reparaciones de emergencia para asegurar su estanqueidad y se producía la llegada del remolcador de la Escuadra ATF Aldea, que la trajo de regreso al continente, escoltada por nuestro APD, un mes más tarde.
La experiencia de San Felix, las comisiones a diversos puertos del litoral norte, la permanencia en Valparaíso para la instalación de un radar aéreo SPS-6C en el mástil de popa, ejercicios con aviones A-37 de la FACh y la participación en una etapa de la operación Unitas le habían dado al buque nuevas capacidades y un inusitado nivel de operatividad. Nos sentíamos también muy orgullosos del nuevo look de este viejo APD que, muy a la distancia, tenía la silueta similar a una fragata Leander cuyo moderno radar aéreo también se ubicaba a popa.
A diferencia del año anterior, 1978 se inició de muy mala manera con un incendio
a bordo del Uribe la madrugada del 22 de mayo. Afortunadamente, estábamos atracados al costado la fragata Lynch, cuyas partidas de incendio fueron decisivas para contener el fuego que también amenazaba con dañar a ese buque.
El siniestro se había originado por un cigarrillo mal apagado, en uno de los dos largos pasillos que corrían de proa a popa por ambas bandas del APD; normalmente desocupados porque solo se convertían en entrepuente cuando había tropa embarcada. Los daños producidos en los cables de equipos electrónicos nos llevaron a reparaciones de emergencia en Asmar Valparaíso y a continuación se cumplieron las reparaciones programadas para ese año en Asmar Talcahuano, las cuales se prolongaron por un periodo de tres meses.
Resultado de lo anterior es que finalmente pudimos regresar a Iquique a mediados de septiembre, con un remozado púlpito para gobernar desde allí el buque y con todos los sistemas operativos. Pocos días después de haber arribado nos enviaron a Pisagua, puerto en el que permanecimos por un par de semanas con el fin de convertir un desechado estanque de aceite de pescado en una reserva de combustible para reaprovisionar unidades menores. El Departamento de Operaciones limpió el estanque, Armamentos tendió las tuberías en tierra e Ingeniería hizo la conexión submarina con una boya de aprovisionamiento.
Las unidades del Distrito Naval Norte habían aumentado a 3 con la incorporación del APD Orella y nada hacía pensar el drástico cambio de escenario que se vendría para la dotación del APD Uribe con la pronta llegada del mes de octubre.
Una tibia y soleada mañana con la infaltable calima (La calima o calina es un fenómeno meteorológico consistente en la presencia en la atmósfera de partículas muy pequeñas de polvo, cenizas, arcilla o arena en suspensión) que nubla el horizonte, el comandante nos citó a reunión de oficiales para que después informáramos a nuestro personal que el buque había sido asignado a la Tercera Zona Naval y debíamos zarpar a la brevedad con rumbo a Punta Arenas. La travesía no iba a ser directa porque teníamos que pasar a buscar la iluminación de la pista de aterrizaje de la Isla San Félix para llevarla a Puerto Williams que carecía de ella.
Iquique quedó en el recuerdo mientras surcábamos aguas oceánicas y rápidamente cambiábamos las tenidas tropicales por ropa de abrigo, en la medida que avanzamos hacia el Sur, siempre con la mar en contra, hasta tomar la ruta de canales. Nuestra estadía en Punta Arenas fue muy breve. Nos atracamos al costado del APD Serrano, el tercer gemelo que iba a ser nuestro compañero de aventuras en los meses venideros. Tuvimos intensas faenas de víveres y de munición, para luego recibir a bordo una compañía y media de infantes de marina, la cual repletó los entrepuentes de la tropa embarcada. Cambio el paisaje con tantas tenidas de camuflaje, al punto que circulaba la broma entre los marinos que el buque se había llenado de plantas de interior.
Dejamos Punta Arenas navegando con el Serrano por el Estrecho de Magallanes hacia el Sur, para tomar la habitual ruta del Canal Bárbara y oros canales que nos permitieron, después de un par de días, fondear en Allen Gardiner. Estábamos muy lejos de la boya de la Esmeralda y el farellón nortino, aun cuando nuestro entorno era igualmente desolado, pero mucho más plano. La temperatura había bajado considerablemente pues nos encontrábamos relativamente cerca del Cabo de Hornos. Con lluvia, humedad y frio transcurrieron 2 meses de paciente espera para cumplir la misión que nos habían asignado: anticiparse a la invasión argentina reforzando la defensa de las Islas del martillo con tres compañías de Infantería de Marina, enfrentar unidades de superficie con el cañón de 5 pulgadas y participar en acciones antisubmarinas.
Los días se iban sucediendo al compás del régimen diario y las obligaciones propias de las guardias con un grado de alistamiento normal, remecido por uno que otro avistamiento y los periódicos zafarranchos de combate para mantener entrenada a la dotación. La mantención del armamento y equipos de cubierta e ingeniería, el aseo de la habitabilidad y la preparación física de los infantes de marina matizaban una rutina interrumpida por la ocasional llegada del correo.
El contacto con el mundo exterior se reducía al martilleo de los teletipos de la sala de radio cuando se recibía diariamente la Prensa Naval. Los largos papiros, con párrafos extractados de los diarios de mayor circulación, se imprimían y distribuían en las cámaras, tableros de los comedores y de los entrepuentes. En este período de aislación cobran especial valor los minutos dedicados a la conversación, los refrescantes toques de humor y los infaltables juegos de cartas. En la cámara de oficiales se jugaba principalmente bridge y backgammon, mientras que en las cámaras de suboficiales y sargentos predominaba la brisca y el dominó. La tripulación y especialmente los infantes eran más aficionados al truco, un juego de cartas con declaraciones en verso típico de la Patagonia, al punto que una baraja de naipe español se consideraba una parte indispensable del equipamiento de todo infante de marina.
En una modesta sala de operaciones manteníamos actualizada la posición de la Flota de Mar argentina (Flomar) desde que se hizo presente en las aguas del Atlántico Sur y comenzó a constituir una real amenaza para nuestra soberanía. Versiones trasandinas posteriores confirman que pretendían desembarcar en las islas del martillo y en caso de que nuestras tropas de élite opusieran resistencia, se invadiría el territorio continental de Chile, buscando a lo largo de la frontera el frente que ofreciese menos resistencia, para cortar el territorio en algún lugar y así obligar a que nuestro país acatara sus condiciones (Wikipedia, 2020).
Todos los días nos llegaba el informe de inteligencia en el cual se detallaba la posición exacta de la Flomar y en el tablero de plexiglás se podía apreciar con marcas de lápiz de cera rojo su lento desplazamiento hacia el objetivo. Nosotros sabíamos que el submarino Simpson estaba al acecho y que la Escuadra estaba distribuida en fondeaderos de guerra lista para salir a interceptar y destruir a los buques misileros enemigos, teniendo como principal blanco el portaaviones.
Los vuelos de exploración aeromarítima eran permanentes y los pilotos navales después contaban una simpática anécdota. Cada vez que se aproximaban a la flota despegaba un avión caza A4-Q que les instaba a alejarse del área, hasta que un día la comunicación por radio se salió del protocolo cuando el piloto argentino le dice al chileno “Oye ché, otra vez me volviste a dejar sin desayuno”.
El día 21 de diciembre de 1978 en Allen Gardiner pudimos apreciar que la posición de Flomar era muy cercana a la boca oriental del Beagle, alertándonos que el bombardeo y posterior desembarco anfibio en las islas del martillo era inminente. Se nos comunicó la decisión de zarpar a primera hora para cubrir a máxima velocidad la distancia que nos separaba del objetivo y al caer la tarde en todos los rincones del buque se escribían cartas de despedida a las familias.
Teníamos como ventaja que las dotaciones de los buques argentinos habían estado sufriendo los efectos del sostenido mal tiempo que reina en el Atlántico Sur. En cambio, nuestras dotaciones habían permanecido siempre en puertos abrigados. Teníamos como desventaja el desbalance a favor de Argentina en la cantidad de efectivos militares y de medios aéreos, pero estábamos conscientes de que carecían de una tradición guerrera victoriosa como la que animaba a las FFAA chilenas. Una cuestión crucial para sostener la voluntad de lucha, como quedó demostrado en la rendición de sus soldados en la guerra de las Falklands. Por último, nuestra población había sido mantenida al margen de los preparativos bélicos mientras que los argentinos habían tenido que sufrir la paranoia de simulacros de defensa ante ataques aéreos en varias ciudades.
Lo que no sabíamos es que la mediación del papa Juan Pablo II había avanzado impulsada por su férrea voluntad y la diligencia del Cardenal Samoré, su enviado especial para detener el estallido de un conflicto que sería devastador para dos naciones hermanas. Tampoco supimos entonces que último temporal había sido excepcionalmente violento y limitaba las operaciones de vuelo del portaaviones. Lo que si sabíamos ese 22 de diciembre, cuando navegábamos raudamente con rumbo Atlántico, es que el destino de Chile estaba en juego y que, a nuestra generación de soldados, marinos, aviadores, carabineros y civiles, enrolados en la reserva o voluntarios en actividades de apoyo logístico, nos correspondía enfrentar la agresión con la mayor habilidad en el uso de los medios disponibles.
A medio camino de las islas del martillo, cuando navegábamos con el ánimo dispuesto a enfrentarnos a la peor adversidad, llegó hasta la sala de radio un mensaje de la más alta prioridad. En medio de la incertidumbre general por saber su contenido, me tocó descifrarlo en una máquina criptográfica portátil y pude de inmediato mostrárselo en el visor al comandante. Se nos comunicaba que Flomar se devolvía a Belgrano, su puerto base, y se nos ordenaba replegarnos a Punta Arenas con el Serrano, porque había bajado el grado de alistamiento bélico. El APD Orella, con el cual nos cruzamos en la ruta canalera, había recibido la misión de asumir nuestra tarea de vigilancia en Allen Gardiner.
Nos atracamos al conocido muelle Prat de Punta Arenas con las pálidas luces del tardío atardecer magallánico en la época estival. Bajamos a tierra, todavía un tanto atónitos por el brusco cambio entre la inminencia de la guerra y la apacible celebración urbana de la Nochebuena. Recuerdo que varios nos encontramos rezando con fervor en la misa del Gallo. Desde esa noche han transcurrido 42 navidades celebrando que haya paz entre los hombres de buena voluntad.
Fuente: página web Cosur Chile
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