RELATO

NAVEGACIONES DEL “ANGAMOS” EN LA ANTÁRTICA

Francisco Coloane Cárdenas

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La partida

El 28 de enero de 1947 zarpamos en el transporte Angamos de 3.500 toneladas desde Valparaíso a bahía Margarita, más allá del círculo polar antártico; alrededor de siete mil millas según el cálculo aproximado que me diera un oficial de la nave, construida en Dinamarca en 1939, usada en la guerra por los alemanes y recién llegada a Chile.

Hermoso casco plomizo de fondo plano y cámara grande revestida de pino o roble, cuyas vetas ensamblaban artísticamente en madera marfileña, semejante al ámbar del Báltico, que encierra cantáridas o ciervos volantes del remoto pasado. Su comandante, el Capitán de Fragata Gabriel Rojas Parker (QEPD), era apodado el Duro Rojas, no porque fuera un capitán duro, sino porque en sus prácticas de box en la Escuela Naval no hubo quien lo dañara o derribara.

Escribo estos recuerdos al correr de la pluma en la memoria. No llevé diario de viaje, porque en cuánto me embarco me olvido del escritor y soy un tripulante más que se incorpora al espíritu de cuerpo que siempre hay en una nave, de capitán a marinero o pasajero, cuando ésta lleva el mar en su sangre.

Por suerte para la veracidad histórica y otros datos, me asesoran dos libros: Base Soberanía de Oscar Pinochet de la Barra, Editorial Francisco de Aguirre, Buenos Aires, 1977, y La Antártica chilena, cuarta edición, Editorial Andrés Bello, abril de 1976.

Oscar Pinochet fue un silencioso compañero de viaje, y después escribió los mejores libros; su condición de abogado, diplomático de carrera y estudioso de los problemas antárticos; lo han convertido en erudito de nuestros problemas australes.

De vuelta de la Antártica no pude escribir, y cuando me preguntaban por qué, no sabía responder. Recordaba lo que me contó un buscador de oro en Tierra del Fuego: Tenía un perro sumamente hambriento, y cuando mataron un animal le dieron un pedazo de carne tan grande que en vez de pegarle un tarascón se puso aullar de hambre, como un fantasma. En cambio, al escuchar por primera vez el poema sinfónico de Sibelius, Finlandia, se me vinieron todos los témpanos al recuerdo, con ese viento arrastrado del Blizzard que me hizo gritar: eso es la Antártica.

Después novelé El camino de la ballena y transformé al Angamos en un leviatán bíblico. Ahora supe que sólo queda su puente de mando en el puerto de Talcahuano, y pienso visitarlo para encontrarme con la imagen y semejanza de su comandante Gabriel Rojas Parker, con quien pasamos el Brecknock en pleno temporal.

El Derrotero del Archipiélago de la Tierra del Fuego, del Capitán de Navío Baldomero Pacheco C., editado por la Oficina Hidrográfica de Chile, Imprenta de la Armada, Valparaíso, 1911, describe:

“Expuesta la región del paso Brecknock, por su proximidad al océano y falta de reparo, a todas las fuerzas de los vientos del oeste, es frecuente encontrar en ella tiempo tempestuoso, con cerrazones y chubascos de gran violencia, más sensibles principalmente en su extremo occidental. En tales circunstancias es cuando el navegante debe utilizar el canal Ocasión, con lo cual se evitará salir al océano, navegación la más pesada y difícil de esta región».

Pero al duro lobo de mar le gustaba el océano libre, y tomó personalmente la rueda del timón, como los antiguos capitanes de veleros que bandearon el cabo de Hornos. Lo veo sin gorro ni visera, con sus bigotes y cabellera colorines recortados, y las cabillas del timón afirmadas en su pecho, oteando con rápidos movimientos de cabeza, ya las grandes rocas que destapaban sus colmillos a estribor en los senos de las grandes olas del Pacífico sur, ya al sombrío y alto acantilado cortado a pique por babor. La sonajera de los balances no la volveríamos a sentir ni en la misma Antártica. Por suerte, ese paso abierto es breve y lo surcamos rápido para seguir por el canal Beagle, bajar por la angostura Murray y fondear en bahía Orange, a sotavento del falso cabo de Hornos, peligroso como todo lo engañoso.

“El acceso a la bahía es de los más sencillos —dice el Capitán Baldomero Pacheco—; situada a 55°31´24″de latitud sur, y 63°5’24″de longitud oeste, la forma un ancho recorte de la costa oriental de la península Hardy. La profundidad de sus aguas varía con la amplitud de la marea de 2.70 metros. La buena calidad del tenedero, entre 20 y 35 metros, se compone de arena y fango duro”. Esto era precisamente lo que quería el Duro Rojas para que no le garrearan las anclas, como ocurrió a nuestro regreso en Puerto Bueno, tan falso en su nombre como el del océano Pacífico.

Esta bahía Orange tiene esa denominación porque semeja una media naranja. Allí estuvo instalada la misión científica francesa de la Romanche, que en 1833 vino a observar el paso del planeta Venus. Encontró el esqueleto de una ballena entera, fosilizada a muy alto nivel del mar, que confirma la realidad del mito yamana del diluvio universal en la laguna de Agamaca, donde quedó sólo una ballena azul y una canoa de indios, que se salvaron comiendo de ella, hasta reproducirse y repoblar de nuevo los archipiélagos del canal Beagle.

Navegamos el mar de Drake en calma, y el once de febrero avistamos unas estribaciones como las de la cordillera de los Andes en sus partes bajas. Eran las Shetland del Sur que me desilusionaron. Encontré más interesante los pingüinos que emergían en bandadas, como veloces agujas, tejiendo entre ola y ola invisibles redes para sesillos o camaroncillos krill, del cual también se alimentan como las ballenas. Desilusión, porque había navegado por el Beagle hasta las inmediaciones del cabo de Hornos, y en Los conquistadores de la Antártica, mi novela juvenil, el resto lo había escrito en base al segundo tomo del Viaje al Polo Sur, de Nordenskjold, comprado en una librería de viejo de la calle San Diego da Santiago. Método que no lo recomiendo, porque lo agotó Emilio Salgari sin salir de Italia, en sus viejos tiempos.

Prefiero el realismo mágico de Oscar Pinochet, cuando en la página once de Base Soberanía nos dice: “esa tarde del 11 de febrero, cuando avistamos la isla Smith, de las Shetland del Sur, y su vecina, la isla Snow, estábamos entrando al reino de la luz, que por venir de todas partes no deja sombras que permitan medir tamaños y distancias. Se flota así en un mundo irreal. Luego, al día siguiente, viviríamos los momentos de inolvidables bellezas que trae el Sol. Aventadas las nieblas, disipadas las nubes, se goza de un paisaje maravilloso en sólo dos colores, blanco y azul. Pero no un blanco cualquiera, sino el brillante y resplandeciente de los hielos o el albo de la nieve. No un azul conocido, sino el puro de un continente sin contaminación, de un continente transparente”.

He aquí que Pinochet descubre con su fina sensibilidad el “azul antártico”, un nuevo azul sin contaminaciones para la estrella solitaria del tricolor de nuestra patria. Si Bolívar hubiera galopado con un caballo marino a través del mar de Drake, tal vez su frase inmortal «He arado en el mar», habría sido una realidad para la unidad de la gran patria sudamericana, que debe enraizarse, a mi juicio, con la paz perdurable entre pueblos hermanos de la misma lengua y sangre.

Al sureste del cabo de Hornos encontramos a la fragata Iquique, al mando del Capitán de Fragata Ernesto González Navarrete, llevando a bordo al comodoro de la expedición, Capitán de Navío Federico Guesalaga Toro. Ya había navegado con él en uno de los destructores de su comando, cuando fuimos con el Presidente Juan Antonio Ríos a Magallanes.

En esa ocasión vi enarbolar señales sobre su gallardete de comodoro de la flotilla de destructores, entre los cuales recuerdo al Riquelme, Aldea y Hyatt; señal que significa «seguir mis aguas» y las tres naves sortearon el paso de los Elefantes, a más de treinta nudos, escorándose de una a otra banda como si fueran leopardos marinos, con sus franjas de mimetismo sobre la gris obra muerta.

De mediana estatura, delgado como un atleta de alta velocidad, tenía el don de mando y de la caballerosidad, con la disciplina interior que se comunica a los subalternos por intermedio de una comprensión mutua, que se da más en el elemento marino que en el de tierra firme o en el aire.

Acababa de bautizar con el nombre Soberanía, el 12 de febrero de 1947, a ochocientos kilómetros al sureste del cabo de Hornos, a la antigua bahía Discovery. La fragata Iquique aún estaba con empavesado completo y la temperatura apenas dos grados sobre cero.

El Angamos fondeó en la bahía Chile de la isla Greenwich. Desembarcamos en Soberanía, sobre un rústico muelle construido con postes de ferrocarril traídos desde Talcahuano. A pocos metros, sobre los tijerales de la primera base chilena en construcción, ondeaba nuestra bandera, totalmente identificado su blanco andino con la estrella polar y el rojo de los copihues chilotes llevados por la goleta Ancud cuando tomó posesión del estrecho de Magallanes. El azul, ya lo dijimos, es el mismo desde el Trópico de Capricornio hasta el que en las noches de infinito se entrecruza con la falsa y verdadera Cruz del Sur, entre la nebulosa grande y la chica, descubiertas por Hernando de Magallanes en 1520.

Al día siguiente di una vuelta solitaria por la escollera que avanzaba al oeste de Soberanía, y me encontré con el esqueleto entero de una ballena de barba que decoraba la puntilla. Inmediatamente pensé en los primeros pasos del hombre por la Antártica, pero eché el pensamiento atrás, y por la forma completa en que se encontraba la osamenta supuse que era una ballena anciana, de siglo o siglo y medio, que había ido a reposar su muerte natural sobre la puntilla de grava. Las grandes gaviotas salteadoras, de plumaje pardo, llamadas skúas; el petrel de las nieves, blanco y grande cual un ganso, pero que escupe como un guanaco (lo comprobamos después, cuando tuvimos que desalojarlos de sus nidos para cementar las bases del faro Arturo Prat), y otras voraces aves de rapiña habrían sido el banquete del cetáceo, destrozándolo mejor que John Biscoe y otros balleneros famosos, porque fueron los primeros exploradores antárticos, pero con ese juramento de piratas que dice “si entras aquí, tienes que salir con los labios sellados”. No solo los balleneros, sino los albacoreros de nuestras costas, tienen ese juramento cuando descubren un cardumen en alta mar.

Quisiera escribir estas notas para la Escuela de Grumetes con los labios sellados, como dijo el autor de El viejo y el Mar, Ernesto Hemingway: “en silencio, para ser leído por los ojos, en silencio”.

Sin embargo, el rumor del mar semeja los pasos de alguien que nunca llega…

La Base Soberanía fue construida, bajo las órdenes del arquitecto Julio Ripamonti y del Capitán de Corbeta ingeniero Emilio Macera, por 3 oficiales, 21 marineros e infantes de marina, y voluntarios del Ejército y la Fuerza Aérea.

Los civiles contribuimos en el acarreo de materiales, clavando tablas y apisonando el relleno de pisos. Nadie ganaba remuneración por estos trabajos.

Durante las navegaciones y regresos del Angamos a Soberanía, personalmente me dediqué —con cuaderno especial— a anotar los sondeos que por primera vez se realizaban en los fondos marinos. Salíamos en un bote adecuado, con un oficial de navegación y dos o tres marineros para el escandallo y los remos. A veces solía escandallar yo mismo, por la curiosidad de conocer lo que se adhiere a la parte de la sonda que en su base lleva un hueco con grasa para reconocer la clase de arena, roquerío, limo o fango donde se han depositado las partículas de la vida muertas en la superficie. La arenisca se forma por la trituración de las rocas debido a la erosión del oleaje; y así, conociéndose el fondo se conoce en parte lo que ha existido y existe en el lugar. Puedo decir que con mis manos se anotaron todos los metros que marcan los nudos de la soga o lienza en los veriles y redosos de bahía Soberanía.

El trabajo era voluntario, y uno se apegaba al que más le interesaba o le convenía. Así iniciamos la construcción del primer faro antártico, en un mogote de la isla Robert, cargando sacos de cemento desde el patrón de la panga hasta el aprendiz de albañil.

Durante una semana más o menos, colaboré en esas labores haciendo de todo un poco. Tenía 37 años y casi siempre he sido lo que llamamos un «maestro chasquilla”. Recuerdo que en ese tiempo empezó a entrar una montaña de hielo por el canal Inglés, entre la isla del faro y la de Greenwich. Venía de este a oeste, desde el estrecho de Bransfield.

En los días de sol sus oquedades y volúmenes se iluminaban desde la cumbre hasta sus bases semisumergidas. Digo semi, porque un témpano de hielo tiene una séptima parte visible de su volumen, y el espectro solar aumentaba esta visibilidad en la transparencia de las límpidas aguas antárticas. De tal manera, que lo que navegaba tan lentamente era una sinfonía de colores y de música. Porque las ventiscas del oeste, que allí son sorpresivas, o las corrientes de marea, lo paraban de frente, y aun lo hacían retroceder. Entonces se convertía en una montaña de música a donde iban a escuchar las focas Weddell o cangrejeras, porque comen el mismo krill que las ballenas de barbas. Sus pieles, asimismo, reflejaban los colores más puros y combinados. Parecían damas y damiselas adormiladas por esa música, cubriéndose de pieles de foca blanca, gris, azul marino, parda oscura y atigrada, con lampos de arcoíris, cuando volvía a salir el Sol en el largo día del paralelo 62°30′ sur 59º40′ oeste de Greenwich. Curiosamente, la isla también es llamada Greenwich.

Skúas y petreles de las nieves

No sería novelista y cuentista de ficción si no tuviera la licencia de imaginar que, en un tiempo no muy lejano, los sabios en peletería o los científicos en maquetismos y rayos ultravioletas, se dispusieran a observar la génesis de la foca cangrejera y la relación con los rayos solares oblicuos del largo verano antártico que producen estas maravillas. Así, las goletas foqueras que partían antaño de las Malvinas, o Falkland, llevándose cuarenta mil focas de dos pelos, hasta que las exterminaron, volverían bajo el control de un «patrimonio de la humanidad», como existe en las Galápagos, bajo la Unesco, a llevarse una cantidad razonable para no exterminar esta pacífica y hermosa especie.

Empero, volvamos a la construcción del faro, el cual, una vez terminado, se le denominó Arturo Prat, dando hasta hoy el nombre a la primera base chilena en la Antártica.

Cuando llegamos al mogote rocoso que semeja manada de elefantes marinos echándose al mar, hubo que desalojar varios nidos de los grandes petreles de las nieves, que empollaban.

Nos lanzaron esos escupitajos tan hediondos que parecen ser su defensa contra cualquier enemigo volátil, incluyendo los skúas, que anidaban en una plataforma costera que luego conocería de una experiencia dramática.

Con agua calentada en fogatas hechas con trozos de madera y los mismos líquenes y algas secas que los petreles tenían en los huecos de sus nidos, se preparó la mezcla para la terraza donde se pusieron los pilares de la torrecilla del faro. Dándome un descanso personal, un día de buen tiempo descendía del magote hacia el norte de la isla Robert, cuando di con una hermosa colonia de skúas que empollaban. Eran tantos que me hicieron un techo de alas pardas como la de los caranchos de Tierra del Fuego, donde trabajé en ovejería cuando tenía 19 años. En la costa de punta Sinaí, da la estancia Sara, una de mis obligaciones era romper huevos de gaviotas que anidaban en los huecos de una plataforma de arenisca terciaria. Montado en uno de mis caballos más mansos llevaba una pértiga o listón de madera de los que se usan en los alambrados, reventando los huevos de color verdoso con pintas café; ponen dos o tres. Pero el caballo y yo recorríamos un kilómetro o más, con bastante anchura, pisando los nidos y dándoles con el piquete, en cuyo extremo clavé una tablilla para apisonarlos. Con el mismo administrador de la estancia, a veces carneábamos una oveja vieja y la poníamos de cebo con arsénico o estricnina, y tendidos al pie de nuestras cabalgaduras observábamos cómo caían luego con el veneno.

En cambio, la plataforma a espaldas del mogote del faro Prat era de piedra bolones, entre las cuales anidaban millares de skúas. El oleaje del mar abierto, donde desemboca al estrecho de Bransfield, había hecho une escollera solevantada en el borde. Allí tuve que refugiarme porque las skúas empezaron a lanzarse en picada contra mis ojos, ¡Sí, contra mis ojos, y vi el resplandor de sus curvos picos marfileños, y sus dos ojos hechos uno en la base del pico!

Saqué el cinturón de mi parka y cual dos boleadoras con que se caza el ñandú o avestruz patagónica, las borneé alrededor de mi cabeza para apartarlas. Pero el combate aéreo fue aumentando en combatientes. Sentí por primera vez un aislamiento extraño en la soledad antártica. Los polluelos de los skúas piaban desde sus plumones en las piedras, que parecían pelotas de fútbol. Perseguido por una nube de sus padres y madres me amparé, tendiéndome de bruces tras la ola de piedras costeras. Entonces diviso la paleta de un remo con parte del mango quebrado, que había arrojado el oleaje desde hacía mucho tiempo. Lo cojí y a palazos de remo me abría camino llegando a los faldeos del faro en construcción. Examiné el remo. Era de pino oregón. Por las estrías y el porte de la pala reconocí que había sido de una chalupa ballenera. Lo sopesé en mis manos con respeto. Mi padre, Juan Agustín Coloane, fue cazador de ballenas. Me vinieron las dudas si primero está el hombre y después las aves más fieras o las focas más nobles de esa isla antártica detrás del canal Inglés.

Como Shiva y Vishnú, los dioses indios de la destrucción de la materia por el fuego y la transformación de ella en siete u ocho avatares, cuando vi encendido —al final de las navegaciones del Angamos— el rayo luminoso, me dije: ¿habré hecho bien o mal en quemar esa pala con mango tronchado para convertirla ahora en un remo de luz, dirigiendo como una batuta la sinfonía de los témpanos entrando por el canal Inglés?

Finalizábamos ya la construcción del faro cuando, justamente, sobrevino una nevada con ventisca tan violenta que casi nos produce una muerte. Esta palabra siempre me hace temblar, aunque uno se acostumbra a ella con los años.

Tengo a mi vista un mapa o carta marina del Instituto Hidrográfico de la Armada; es la 1404. Un logotipo con el cóndor sobre el escudo de Chile, como sosteniéndolo en sus garras, sin el huemul, corona la leyenda «Estrecho Inglés y paso Lautaro». Por la Armada de Chile, P. de R. Asta de Bandera. Lat. 62°28’54.2’’ S. Long. 59°37’49,5. Sondas y alturas en metros. Escala 1:40.000, año Fue un absurdo la caída de un tripulante del Angamos a través del tablón que usábamos para desembarcar y embarcarnos de regreso de nuestras faenas, en la playa al noroeste de la punta del faro Prat. Nos pasábamos la mano unos a otros, haciendo cadena para no caernos con los vaivenes de la panga y el oleaje centra el pequeño cantil; pero el marinero resbaló del tablón mojado para «tomar agua parado”, cómo dicen en chiste los balleneros. Dio fondo en cinco metros y apareció por los pies como si el mar antártico lo hubiera parido. Lo agarraron de las canillas y lo pusieron en el fondo de la panga. El hombre se puso de pie y lo obligaron a sentarse a popa y zarpamos.

Dicen que si uno se cuelga de los pies en una maroma, la circulación de la sangre riega mejor las circunvoluciones cerebrales y la inteligencia aumenta. No lo he probado; pero al zambullirme verticalmente y tocar con las manos una fina arena con oropéndolas, surjo a la superficie como si hubiera palpado una sirena o visto los ojos de una muchacha bonita.

Nuestra panga dio todo su andar en dirección al Angamos, que estaba fondeado al resguardo de la bahía Chile; por radio se comunicó la caída del hombre al agua. De pronto lo vimos castañetear con ese característico sonido del que está en un pozo de nieve. Una ventisca del suroeste se dejó caer. Entonces sacamos la parka empapada y las botas, y lo tendimos sobre el cubichete del motor. Todos nos pusimos inclinados, con nuestras parkas como las alas de los cormoranes líderes para amparar del viento y la nevada al compañero caído, o cual lo hacen los cachalotes cuando el arponero mata al jefe de la manada. Se juntan en su entorno para ayudarle, pero el ballenero aprovecha la cosecha.

Los doctores Greve y Larraín, que iban como médicos de la expedición, dieron instrucciones durante la navegación. Al atracar la panga al barco, lo esperaban en los últimos peldaños de la escalera dos enfermeros con camilla. Fue atendido en la enfermería y resucitó de entre los hielos. Si no, junto a Prat hubiéramos tenido nuestro primer héroe antártico.

A veces me encuentro en Quintero con un ex marinero del Angamos, de apellido Silva, que tiene un puesto de pescado y mariscos junto a la caleta de los pescadores, y hacemos recuerdos de aquel viaje. No fue él que cayó al agua, pero estaba de guardia en el puente cuando el capitán Rojas hizo el primer intento de entrar por los fuelles de Neptuno a la bahía que está dentro del cráter latente de la volcánica isla Decepción. Lo recuerdo del mismo modo que a la tenca que en estos momentos (12.35 horas del sábado 24 de julio) viene a posarse en un gancho del palto frente a la ventana donde escribo. Ha saltado de uno a otro hasta el más alto de la copa, y ahí está, con su plumaje grisáceo semejante al casco del Angamos.

Otra vez veo al Duro Rojas frente a frente con los fuelles de Neptuno, llamados así porque son dos altas torres rocosas, por las cuales entran y salen las corrientes de vientos que se producen con la tibieza del cráter anillado y roto únicamente en esa estrecha parte.

Es una obra de arte involuntario de la naturaleza antártica. Unica en el planeta Tierra. Las dos columnas de basalto, feldespato u hornablenda, pues no tengo datos geológico sobre ellas, se levantan perpendiculares al nivel del mar. El marinero Silva, acodado en el ventanal del puente; gobierna el propio capitán, y cuando divisamos un témpano enorme que obstruye el pasó por los fuelles, oigo que le dice: “Si quiere, mi comandante, me echo al agua y le corro el témpano”

En otras organizaciones divinas o humanas, el chiste chilenazo sería una falta de respeto al  jefe, pero en la Armada de Chile de mis tiempos, a la cual serví como Cabo Primero Escribiente en el Apostadero Naval de Magallanes, entre 1931 y 1934, no lo era.

Recurro a mi colega Pinochet, en su Base Soberanía y otros recuerdos antárticos: «El 3 de marzo zarpó el Angamos en visita de exploración e inspección. Los trabajos de construcción estaban en su última etapa y la fragata Iquique se había vuelto a América el 24 de febrero.

“Al atardecer, luego de seis horas de navegación, llegamos a la isla Decepción y tomamos contacto con un lugar totalmente excepcional para la zona: escoria en lugar de hielo, ceniza en vez de blanco manto de nieve. Admiramos su bahía interior y las incontables colonias de pingüinos en el lado externo de la isla, como arrancando de las aguas interiores y de sus fumarolas volcánicas.

«A  poco  de  estar  en  Decepción  amarizó  a  nuestro  lado  el  Vought-­‐Sikorski,  que  batía  de esta manera el récord de unir dos puntos en el sector: Greenwich y Decepción. Luego divisamos a los buques argentinos, transporte Chaco y petrolero Ezcurra. En la semioscuridad vimos, asimismo, desde lejos, la base inglesa y los restos de la factoría ballenera abandonada.

«Confraternidad chileno-argentina.

«‘El plan de viaje consultaba únicamente pasar la noche ahí. Regresaríamos a este extraño injerto de paisaje lunar en unos días más, volviendo al sur, y tendríamos amplia oportunidad para recorrerlo. Esa noche hubo visitas protocolares entre el Angamos y el Chaco y se brindó por una confraternidad  chileno-argentina  que  siempre  ha  existido  en  la  Antártica,  a  pesar  de que la línea de frontera entre los sectores de ambos países no ha sido nunca definida.

«El 4 de marzo, al amanecer, zarpamos de Decepción. Tal como el día anterior, volvíamos o navegar el estrecho de Bransfield. Era el segundo día de sol y por primera vez divisamos ballenas. Se trataba de un grupo de siete y esto nos alentó en los propósitos de ver renacer un día la Sociedad Ballenera de Magallanes, muy activa en esas mismas aguas treinta años atrás. Aunque ya se hablaba de la disminución de esta especie, jamás nos imaginamos que otros treinta años más tarde casi no quedarían cetáceos, como consecuencia de la codicia de ciertos países, para los cuales el poder cazar en alta mar les daba patente de inmunidad y carta blanca, con absoluto desconocimiento del derecho de los demás, de los derechos de la Humanidad toda.

«El estrecho de Bransfield es un paso de mar que separa el Archipiélago Shetland del Sur de la península Tierra de O’Higgins. Tiene entre 100 y 120 kilómetros de ancho: si fuera marino debería, hablar de 60 millas. Este grupo de islas, con sus bahías abrigadas y canales, es muy pintoresco y pareciera tener importancia estratégica. Las islas se llaman, de este a oeste: Clarence y Elefante; un poquito separadas del resto. De esta última sacó el piloto de nuestra marina, Luis Pardo Villalón, a los hombres de Shackleton, en agosto de 1916, navegando con destreza en la escampavía Yelcho. Luego viene la extensa isla Rey Jorge, donde hoy tenemos una base soviética —la única de ese país en nuestro sector— al lado del centro meteorológico Teniente March, instalada merced a las facilidades otorgadas por el Año Geofísico Internacional. Siguiendo hacia el oeste, las pequeñas islas Nelson y Robert; la isla Livingtone, tan grande como la Rey Jorge; tres islas chicas, Smith, Snow y Low; finalmente, Decepción, un poco más metida en el estrecho de Bransfield.

«Como decía, íbamos navegando por el Bransfield. De ahí pasamos al estrecho de Gerlache y nos internamos entro el archipiélago Palmer y el continente, hasta llegar por el angosto canal Neumayer a una inflexión de la isla Wiencke, que bautizamos como puerto Angamos. Al día siguiente desembarcamos y pronto los marineros llegaron con un tablón que sobre fondo blanco tenía pintado, con grandes letras negras: British Crown Land. Esto bastó para que nuestro andinista máximo, el Teniente González, y los Cabos González y Vivanco, ascendieran inmediatamente un picacho helado y clavaran en él la bandera de Chile, que ahí quedó flameando.

“El 6 de marzo seguimos navegando al sur y abandonamos los canales que nos habían protegido de los oleajes. La zona de las Shetland se convertirá un día en centro de turismo y el archipiélago Palmer y canales vecinos atraerán aún más viajeros por su espléndida belleza. Especialmente el mencionado canal Neumayer, muy angosto, de altos acantilados de hielo. Quizá sólo en Noruega se puede ver fiordos semejantes, en el Ártico.

“Este conjunto de islas y canales antárticos, guarda un sorprendente parecido con los de la Patagonia chilena. Se ha dicho con gran propiedad que el extremo austral de América del Sur se refleja invertido en el extremo norte de la Antártica. Los Andes se continúan en los Antartandes, luego de una extensa curva hacia el este en forma de cordillera sumergida, cuyas más altas cumbres aparecen dividiendo los océanos Atlántico y Pacífico en forma de islas e islotes: banco Burdwood, rocas Shag, isla Georgia del Sur e islas Orcadas del Sur. Es lo que se ha dado en llamar Antillas Australes».

He citado extensa y textualmente a Oscar Pinochet de la Barra, porque yo no lo habría escrito mejor. Conozco, en innumerables viajes, los canales de la Patagonia occidental que van desde el extremo sur de mi isla natal, Chiloé, hasta el seno de Ultima Esperanza, detenido un poco más allá de la cueva del Milodón y del ventisquero Balmaceda. Poco faltó para que el extenso lago Toro embistiera pampa adentro por Guaquenquen Aike, que en lengua de los patagones tehuelches quiere decir «lugar donde se corren los caballos”, no porque tuvieran un hipódromo en la estancia llamada Cancha Carrera, sino porque allí cazaban con sus boleadoras los caballos salvajes que Pedro Soldado, un evadido del motín de los artilleros de Magallanes, capitaneados por el siniestro Cambiazo, en el siglo pasado, se los espantaba de los altos bosques de la cordillera de los Baguales y los indios los acorralaban en Guaquenquen Aike, hacia el este de las Torres del Paine.

Los tehuelches tenían miedo al bosque alto y frondoso. Acostumbrados a la vastedad pampeana de la Patagonia, cuando veían un árbol solitario en las orillas, donde en el Secundario pastorearon los dinosaurios y en el Terciario los milodones, lo adoraban colgándole ofrendas. Eso fue su divinidad primitiva, un árbol, y le llamaban Gualicho, el dios de las pampas, que los salvaba del miedo de los altos lagos andinos, cubiertos de robledales, donde bramaba el Yemish, un gran puma acuático con dientes de sable que también le espantaban sus caballerías.

El Regreso

El 7 de marzo de 1947, a las 8.13 horas, el Angamos atravesó el círculo polar antártico, en latitud, 66°33′, con las ceremonias festivas en honor del dios griego Neptuno, que entre los hielos no podía tener la significación acuática del círculo ecuatorial. Nos regamos un poco por dentro, ya que la ración de agua dulce para lavarse por presas era escasa a bordo.

Cerca de las 10 de la noche del mismo día, entre los arreboles del crepúsculo austral, sorteamos los témpanos y carámbanos que caracterizan a bahía Margarita. Eran témpanos de los llamados tabulares, que se desprenden —con dimensiones alargadas— de las orillas del casquete polar, de superficies planas y acantilados lisos que devuelven los ecos del rumor de un barco o del sonido de su bocina con la misma propiedad que si fuera otro buque fantasmal en la noche o la neblina. Sus grietas o canalizos han causado tragedias como la del buque Antártico, de Nordenskjold; epopeya tan bien narrada por Gunnar Anderson, en el segundo volumen de Viaje al Polo Sur, que ha quedado como un clásico de la literatura que va del triangulo de las Malvinas a Tierra del Fuego y la Antártica.

Todos en cubierta observamos la inolvidable maniobra que nos tocaría presenciar después, ya de regreso, en puerto Bueno. Por fin divisamos la meta de las siete mil millas de navegación, la pequeña isla Stonnington, en el fiordo Neny, Allí estaba la base del este, instalada en 1940 por el Almirante Byrd y abandonada por vía aérea precisamente a causa de la solidificación de témpanos carámbanos, con el mar helado. También fue una maniobra precursora de la Segunda Guerra Mundial, desatada por el Nazismo.

Cerca de la base norteamericana encontramos otra recién construida por ingleses. Desde ella llegó un destello en morse preguntando:

¿Quiénes son ustedes? Transporte Angamos de Chile.

—Están ustedes en territorio inglés. ¿A dónde van?

—Este buque pertenece a la Armada de Chile y navega en aguas del territorio antártico chileno, Fue una respueta cortés, pero con firmeza, como solían ser las del comodoro Federico Guesalaga.

El sábado 8 de marzo de 1947 desembarcamos para recorrer los impresionantes lugares. Recuerdo el desmantelamiento apresurado con que los norteamericanos abandonaron la suya a causa del pack-­‐ice y la guerra. Me alejé solitario y entristecido de esos edificios cual hangares sin un alma. Sobre la nieve, de pronto, encuentro un trineo con perros de tiro muertos, y me vino a la memoria ese dicho que «el perro muere con su amo». Toda la tragedia humana de la base de Byrd se particularizaba allí. Tomé un látigo largo, trenzado en forma de lazo, de cuero de canguro, y me lo llevé; al llegar a la panga que debía conducirnos a bordo vi que el teniente a cargo de ella estaba en la proa vigilando a su gente para que no se llevaran nada de lo que estaba abandonado en tierra. Me alejé de nuevo, y como quien va a cumplir con una necesidad fisiológica, procedí a amarrarme los pantalones con el whip de canguro. Lo tuve años como una reliquia, colgado en la pared de mi casa de Santiago, hasta que un día lo vio mi amigo el escritor argentino Faustino Jorge, y me dijo. ¿Por qué no me lo regalas? Me dolió dárselo. Tino, que así lo llamábamos, era un hombre de barba como yo y murió en un accidente de tránsito en Buenos Aires. No sé si su viuda habrá donado el látigo para los perros de los trineos de las Falkland, o Malvinas. Sólo sé que en la noche helada de este invierno, cuando escribo estos lejanos recuerdos, un perro vecino está ladrando o aullando; no a la luna ni a las estrellas, sino al cielo de un plomo nocturno.

Y apuramos el regreso de nuestro querido Angamos. Circunnavegamos más allá del círculo polar antártico por otras partes que no hay tiempo de detallar. El archipiélago de Melchior, donde —en una chalupa— con el biólogo marino Parmenio Yáñez dimos con el cementerio marino sumergido más importante que conozco en la literatura antártica; en el centro de estas islas, que se acolleran cuales Galápagos australes, al borde de una pestaña rocosa bajo el hielo existe un riel de ferrocarril cementado en una grieta de la piedra; allí amarraban los balleneros sus cetáceos para destazarlos; abajo, en las profundidades transparentes, ondulando entre arrecifes sumergidos, hay centenares de ballenas que podrían poblar todos los museos de ciencias naturales del mundo. Las mandíbulas de una ballena azul bastarían para un pórtico catedralicio por donde podría pasar la Humanidad de un mundo a otro; el de la guerra, el del exterminio de los más grandes y nobles anímales de la creación, hacia otro del control de la propia condición humana, donde el hombre sea verdadero hermano del hombre y no su enemigo nocturno o diurno, cuando ocurren los apagones de luz de la conciencia.

De regreso a casa circunnavegamos la Tierra del Fuego por el Atlántico, con los tres oficiales argentinos, Aliaga, Fragío y Rousseau, que fueron los invitados durante todas las navegaciones del Angamos. Entre punta Espora y punta Dungeness salieron a encontrarnos los pequeños delfines blancos que merodean en las angosturas del estrecho de Magallanes. Fiestas de recepción y confraternidad en la ciudad de Punta Arenas, la más austral del mundo, donde viví desde los trece años, y luego otra vez con el Duro Rojas, hacia el norte por los cañales de la Patagonia occidental.

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Fuente: Revista de Marina N° 6/1987. Publicado el 1 de diciembre de 1987.

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